Por: Omar Milizia Aguilar, Psicología Fortaleza.| 16/10/2024
Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador…
Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra.
Tampoco es alguien que, necesariamente, sepa qué es lo que está buscando.
Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.
Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kamir.
Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo.
Así que lo dejó todo y partió.
Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kamir.
Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros, y flores encantadoras. La rodeaba por completo una especie de valla de madera lustrada.
Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar.
De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en aquel sereno lugar.
El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles.
Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor.
Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras: "Abdul Tarej, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días".
Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida.
Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar.
Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla.
Decía: "Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas".
El buscador se sintió terriblemente conmocionado.
Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba.
Una por una, empezó a leer las lápidas.
Todas ellas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto.
Pero lo que le conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido, sobrepasaba apenas los once años…
Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.
Al cabo de un rato, el cuidador del cementerio, que pasaba por allí, se acercó al buscador.
Lo miró llorar durante un momento en silencio, y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.
– No, no estoy llorando por ningún familiar -dijo el buscador-. ¿Qué pasa en este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?
El anciano sonrió y dijo:
– Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre.
Le contaré…: "Cuando un joven cumple 15 años, sus padres le regalan una libreta como esta que yo mismo tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello.
Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abra la libreta y anote en ella:
A la izquierda, qué fue lo disfrutado.
A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo.
Conoció a su novia y se enamoró de ella. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media…? Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso… ¿cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?
¿Y el embarazo y nacimiento del primer hijo…? ¿Y la boda de los amigos? ¿Y el viaje más deseado? ¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano? ¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones? ¿Horas? ¿Días?
Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos… Cada momento.
Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba.
Porque ese es, para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido".
Jorge Bucay.
¿Qué es la felicidad?
La felicidad es un concepto de interés tanto para la filosofía como para la psicología, ya que ambas disciplinas intentan desentrañar su naturaleza desde diferentes enfoques.
La filosofía la estudia a través de áreas como la política, la teología y, de forma preeminente, la ética, mientras que la psicología busca entenderla como una experiencia subjetiva influenciada por factores internos y externos.
Debido a su naturaleza subjetiva y a su dependencia del contexto histórico y cultural en el que se la analiza, la felicidad es una noción que resiste definiciones precisas y universales.
Aunque es complejo llegar a una definición única de la felicidad, existen elementos comunes que permiten aproximarnos a su comprensión.
En términos generales, la felicidad suele vincularse con una percepción individual de bienestar que varía significativamente de una persona a otra, dependiendo de su contexto social, su etapa de vida, su nivel educativo y su sentido de realización personal.
Así, el ideal de felicidad de cada individuo es una expresión de su subjetividad, al tiempo que está profundamente influenciado por las normas y valores culturales de su entorno.
La interrogante sobre qué es la felicidad, en esencia, plantea también la posibilidad misma de alcanzar dicho estado: quienes reflexionan sobre ella presuponen su existencia, pero, para hallarla (si es que esto es alcanzable), deben primero comprender su naturaleza.
Desde esta perspectiva, algunos filósofos y psicólogos consideran que la felicidad es un bien alcanzable, mientras que otros la entienden como un sentimiento, una emoción, un estado mental o una disposición particular del ánimo.
A lo largo de la historia, desde la Antigua Grecia hasta la actualidad, la filosofía ha profundizado en el estudio de la felicidad. Pensadores como Platón, Aristóteles, Epicuro, San Agustín, Spinoza y Bertrand Russell han dedicado reflexiones importantes a esta cuestión.
Asimismo, otras disciplinas como la sociología y la psicología abordan el fenómeno de la felicidad desde sus propias metodologías, buscando integrar diferentes perspectivas para entender la experiencia humana del bienestar.
La felicidad en el mundo griego
Los filósofos griegos dedicaron gran atención al estudio de la felicidad, abordándola desde diferentes perspectivas.
Platón, por ejemplo, explora la naturaleza de la felicidad en su diálogo Filebo, donde plantea la pregunta de en qué consiste la verdadera felicidad.
En el diálogo, un personaje sugiere que la felicidad radica en el placer, mientras que otro sostiene que se encuentra en la sabiduría.
A través de su método dialógico, Platón no ofrece una solución definitiva, pero sugiere que la felicidad podría surgir de un equilibrio entre la búsqueda del placer y el ejercicio de la sabiduría.
Otras corrientes filosóficas griegas también desarrollaron sus propias interpretaciones de la felicidad.
El epicureísmo, por ejemplo, considera que la felicidad se basa en la autosuficiencia y en la búsqueda de un placer moderado, una vida libre de sufrimientos innecesarios.
En cambio, el estoicismo entiende la felicidad como un estado de fortaleza interior, alcanzable a través de la aceptación de la realidad y el dominio de las propias emociones.
Aristóteles, discípulo de Platón, en su obra Ética a Nicómaco, afirma que la felicidad se logra a través de una vida de virtud y rectitud.
Para él, la felicidad consiste en vivir bien y actuar correctamente, lo cual implica alcanzar un equilibrio entre el cuerpo y el alma, elementos que componen la naturaleza humana.
Aristóteles distingue entre dos formas de felicidad: una que es trascendental y eterna, y otra vinculada a la vida cotidiana, que surge de la acumulación de bienes y logros personales.
En su visión, quien cultiva la virtud adquiere todos los bienes necesarios para ser feliz.
La noción aristotélica de la felicidad se expresa a través del concepto de “eudaimonía”, generalmente traducido como "felicidad", pero que en su obra adquiere un sentido más profundo relacionado con la "buena vida" y la prosperidad moral.
La eudaimonía no es simplemente la sensación de bienestar, sino un estado permanente de realización que se obtiene a través de la virtud (areté).
Según Aristóteles, una vida verdaderamente feliz es aquella en la que la virtud y la razón se alinean para alcanzar la estabilidad y la plenitud, alejándose de lo efímero.
Para Aristóteles, la eudaimonía representa el bien supremo al que todos los seres humanos aspiran.
Este bien tiene varias características: es el fin último al cual se subordinan todas las acciones, es un estado completo, autosuficiente y no se mejora al añadir otros bienes, ya que en sí mismo es pleno.
Epicuro, aunque también habla de la eudaimonía, lo hace desde una perspectiva hedonista.
Para él, la felicidad se centra en la búsqueda de placer, que considera el único bien intrínseco.
Sin embargo, su enfoque del placer es moderado, y su filosofía apunta a una vida de tranquilidad, libre de dolor físico y angustia mental.
La visión epicúrea de la eudaimonía se concibe como un estado de satisfacción continua, una vida que se aleja del sufrimiento tanto físico como emocional.
La propuesta de Epicuro, por lo tanto, se presenta como una guía práctica hacia la felicidad, ofreciendo una serie de recomendaciones para evitar el dolor y cultivar el bienestar.
Para él, la felicidad es alcanzable y, una vez lograda, se convierte en un estado duradero y estable, un objetivo hacia el cual se debe orientar la vida humana.
Así, tanto la visión aristotélica como la epicúrea coinciden en la aspiración a una vida plena, pero difieren en los caminos para alcanzarla: uno a través de la virtud y la razón, y el otro a través del placer y la ausencia de dolor.
La felicidad en el cristianismo
Con la llegada del cristianismo, la concepción de la felicidad experimentó una transformación significativa.
La noción griega de eudaimonía, centrada en la idea de una vida plena y virtuosa, fue reinterpretada al ser traducida al latín como "felicidad".
En esta nueva perspectiva, la felicidad pasó a ser considerada el objetivo final de la existencia humana, una meta trascendental que se vincula profundamente con la experiencia religiosa y la relación con lo divino.
Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, jugó un papel crucial en esta reinterpretación, definiendo la felicidad como la visión beatífica de la esencia de Dios, a la cual todos los cristianos deberían aspirar.
Para él, la felicidad suprema no era simplemente un estado de bienestar terreno, sino una experiencia de comunión directa con la divinidad, que proporcionaba una paz profunda y un gozo sereno.
Esta visión beatífica implica una serenidad espiritual, originada en la conexión con lo divino, que otorga una satisfacción duradera.
Las ideas de Santo Tomás están en parte inspiradas por las enseñanzas de San Agustín de Hipona.
San Agustín, influyente pensador cristiano, elaboró su visión del bien y del mal, postulando que el mal no era una entidad autónoma, sino la ausencia o corrupción del bien.
Para él, mientras que el mal depende de la existencia del bien para manifestarse, el bien puede existir por sí mismo, sin necesidad del mal.
Esta concepción lleva a la idea de que Dios, como ser supremo, puro y perfecto, encarna el bien absoluto y, por ende, la verdadera felicidad.
En la doctrina agustiniana, la felicidad se vincula con la búsqueda del bien supremo, que se halla en Dios.
Así, la vida humana alcanza su plenitud en la medida en que se orienta hacia Dios y su esencia inmutable.
San Agustín introduce un marco moral para la acción humana, que sugiere que la práctica de las virtudes es el camino para acercarse a Dios y, por tanto, a la verdadera felicidad.
Desde esta perspectiva, Dios es el centro de la existencia y solo en su perfección inmutable puede alcanzarse la auténtica felicidad, caracterizada por la verdad y la permanencia.
Esta visión de la felicidad, como el goce pleno de la verdad divina (donde Dios es equivalente a la verdad y, por tanto, a la felicidad), fue adoptada y desarrollada por los pensadores cristianos posteriores a San Agustín.
La idea de que solo una vida orientada hacia Dios es una vida plenamente feliz se basa en esta interpretación agustiniana de la felicidad, que enfatiza la búsqueda del bien supremo.
Santo Tomás de Aquino buscó armonizar esta concepción con la perspectiva aristotélica de la felicidad como eudaimonía.
Si bien Aristóteles definía la felicidad como el bien supremo y la finalidad última de la vida humana, Santo Tomás interpretó este bien máximo como la misma esencia de Dios.
Así, fusionó la idea aristotélica de la eudaimonía con la visión cristiana, sosteniendo que la máxima realización y el bienestar del ser humano se encuentran en la contemplación y unión con lo divino.
Para él, el propósito último de la vida humana es alcanzar la felicidad a través de una vida virtuosa que permita la comunión con Dios.
La felicidad en el mundo moderno
Bertrand Russell (1872-1970), destacado filósofo, matemático y escritor británico, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1950.
Entre los múltiples temas filosóficos que abordó, uno de los más relevantes fue la exploración de la naturaleza de la felicidad.
Russell desarrolló su concepción de la felicidad a partir de un enfoque empírico moderado, es decir, basado en la observación de la experiencia y la realidad cotidiana.
Se distanció de las ideas racionalistas que consideraban la felicidad como un ideal abstracto, afirmando que esta depende tanto de la disposición personal como de las condiciones externas que rodean a cada individuo.
En su perspectiva, la felicidad se sustenta en varios elementos clave:
Un interés genuino por las personas y por el mundo que nos rodea.
Un entusiasmo por la vida, que impulsa a enfrentar los desafíos con vitalidad.
Afecto y compasión, tanto hacia los demás como hacia uno mismo.
La importancia de la familia como fuente de apoyo emocional.
El trabajo, entendido no solo como una fuente de sustento, sino como una actividad que brinda sentido y propósito.
Russell sostenía que estos factores son fundamentales para construir lo que él denominaba "la buena vida", una existencia que se caracteriza por el equilibrio y la satisfacción personal.
Sin la presencia de estos elementos, consideraba que alcanzar la felicidad se vuelve sumamente difícil, ya que para él, la vida feliz es aquella en la que se integran estas dimensiones de manera armónica, permitiendo una existencia moderada y plena.
El buscador
El relato de "el buscador" encierra una reflexión profunda sobre la naturaleza del tiempo vivido y la búsqueda del sentido de la existencia, desde una perspectiva psicológica y filosófica.
La figura del buscador, alguien que se define más por su constante anhelo de algo que por la certeza de su destino, nos remite a la experiencia humana fundamental de la búsqueda de propósito, de sentido, y de la felicidad.
Este arquetipo nos invita a pensar que la vida no es tanto un lugar de llegada, sino un trayecto en el que cada experiencia y cada encuentro tienen valor propio.
El buscador se ve atraído por un lugar inesperado, un cementerio que parece paradójicamente un sitio lleno de vida y belleza.
Aquí la metáfora es potente: la colina verde y serena representa la apariencia superficial de la existencia, mientras que las lápidas simbolizan la realidad subyacente de la finitud y el paso del tiempo.
Esta aparente contradicción, entre un lugar de muerte que se presenta como un espacio de calma y belleza, nos invita a reflexionar sobre la forma en que enfrentamos la vida y la muerte, y sobre cómo interpretamos los momentos que realmente constituyen la esencia de nuestra existencia.
Desde una perspectiva psicológica, el encuentro del buscador con las lápidas y la lectura de las inscripciones representa un choque con su propia concepción del tiempo y de la vida.
La primera reacción es de espanto y sufrimiento, pues interpreta la duración de la vida de cada persona literalmente, sin comprender la práctica simbólica que rige en ese lugar.
Esta confusión inicial revela un aspecto fundamental de la experiencia humana: nuestra tendencia a medir la vida en términos de tiempo cronológico, lineal, en lugar de valorar la intensidad y profundidad de las experiencias.
Solemos equiparar una vida larga con una vida plena, ignorando que la verdadera riqueza de la existencia se encuentra en la calidad de los momentos vividos, más que en su duración.
La revelación del cuidador del cementerio introduce una perspectiva completamente distinta sobre la noción de tiempo vivido.
En esa cultura, se considera como “tiempo vivido” no la totalidad del tiempo cronológico que una persona pasa en el mundo, sino los instantes de auténtico disfrute, de conexión profunda con la vida.
Esta visión se alinea con enfoques filosóficos que distinguen entre el "tiempo cronológico" (lo que llamamos "chronos") y el "tiempo vivido" o "tiempo cualitativo" ("kairos"), que se enfoca en la intensidad emocional y el significado de ciertos momentos.
Desde esta perspectiva, la vida se mide por su densidad emocional y por la capacidad de las personas de vivir plenamente el presente, en lugar de simplemente acumular años.
En términos psicológicos, esta idea también se relaciona con la importancia de la conciencia plena.
El acto de anotar los momentos felices en una libreta y contabilizarlos al final de la vida es un ejercicio de atención plena, de dar valor a esos instantes que, de otro modo, podrían pasar desapercibidos en el flujo continuo de la vida cotidiana.
Este ejercicio nos invita a valorar lo que ya tenemos y a encontrar en lo cotidiano las razones para la satisfacción y el gozo.
No se trata de alcanzar una felicidad utópica e inalcanzable, sino de encontrar lo extraordinario en lo ordinario, lo cual puede ser liberador y profundamente transformador para la mente humana.
Desde un punto de vista filosófico, la historia nos desafía a reconsiderar el sentido de una vida significativa.
Al centrarse en los momentos de gozo registrados en la libreta, la comunidad del relato sugiere que la vida se compone de experiencias fragmentadas pero significativas, y que la totalidad de la existencia es, de alguna manera, la suma de esos momentos excepcionales.
Esto se relaciona con la idea existencialista de que el sentido de la vida no está predeterminado, sino que se construye a partir de las experiencias concretas de cada individuo.
El sentido de la vida, en esta perspectiva, no es una verdad abstracta que se descubre, sino algo que se crea en cada instante de autenticidad y conexión con el mundo.
La historia también nos invita a pensar en la paradoja de la búsqueda de la felicidad.
El buscador, al entrar en el cementerio, parece olvidar temporalmente su objetivo inicial de llegar a la ciudad de Kamir, y se sumerge en la experiencia que el momento le ofrece.
Esto puede interpretarse como una reflexión sobre la manera en que la búsqueda obsesiva de metas a veces nos aleja del disfrute del presente.
Al confrontarse con las inscripciones en las lápidas y comprender la verdadera naturaleza del "tiempo vivido", el buscador se ve obligado a reevaluar su idea de la felicidad, pasando de una concepción de la vida como un destino a alcanzar, a una visión donde la vida se revela en la profundidad de cada experiencia.
Este relato también toca un tema profundamente humano: el miedo a la muerte y el deseo de una vida plena.
La confrontación del buscador con un cementerio que guarda la memoria de una vida contada en momentos felices nos invita a cuestionar nuestras propias preocupaciones acerca de la brevedad de la vida y de la fugacidad de la felicidad.
Al final, nos plantea la posibilidad de una existencia donde el valor de la vida no se mide en años, sino en la capacidad de cada uno para abrirse a las experiencias y para encontrar en ellas una fuente de sentido.
En esta visión, la muerte no tiene la última palabra, ya que lo que permanece es la intensidad de los momentos vividos y apreciados.
Esta historia nos recuerda que quizás la búsqueda más importante no es la de un destino específico, sino la de aprender a reconocer, disfrutar y atesorar cada pequeño instante que da forma a lo que realmente significa vivir.